30 abril 2008
24 abril 2008
Editorial sobre Colima de Jorge F. Hernandez
INTERESANTE EDITORIAL SOBRE LO QUE TENEMOS Y DISFRUTAMOS SIN DARNOS CUENTA.
... para confirmar que la Comala de Rulfo sólo se encuentra en su novela Pedro Páramo o, si acaso, en el umbral del Infierno...
Vine a Colima porque me dijeron que aquí encontraría Comala, la de Juan Rulfo. En realidad, vine a Colima para confirmar que la Comala de Rulfo sólo se encuentra en su novela Pedro Páramo, o si acaso, en el umbral del Infierno; la Comala de Colima es otra cosa, aunque se festeje como mítico páramo de Rulfo, aunque tenga en su plaza una banca donde está sentado por los siglos de los siglos Juan Rulfo en bronce y aunque cada empedrado de sus encantadoras calles parezcan párrafos de un pueblo soñado. Mejor corrijo: vine a Colima para hablar de novelas, acercarme al final de una vigésima lectura del Quijote de Cervantes y llevarme varias sorpresas.
Nunca había estado en una ciudad cuyos jardines y plazas cuentan con red inalámbrica de internet. Entre frondosas palmeras, groseras bugambilias, descaradas jacarandas y flores de casi todos los colores, Colima puede presumir de cientos de jóvenes, computadoras en ristre, conectados al mundo desde la abierta intimidad de una banca anónima en un parque. También es de presumirse que en Colima queda subrayada y patente la amabilidad y cortesía de las personas, precisamente por la grosería vegetal con la que parecen abrumarnos todos los sabores de sus raras frutas y todos los colores de sus casas parejas. Aquí no hay edificios pretenciosos ni parece haber vanidosas intenciones de atrofiar el paisaje urbano con estructuras horribles; al contrario, valga un paseo por la Pinacoteca para confirmar el buen sentido arquitectónico de acondicionar viejas casonas en beneficio del estar.
De la Pinacoteca de Colima sólo me concentro en celebrar el descubrimiento de Alfonso Michel, un pintor que Octavio Paz definió como “Un verdadero solitario… todavía en espera de ser reconocido. Nos dejó algunas naturalezas muertas que rivalizan con las de Tamayo. Aunque encontremos en ellas huellas de Cèzanne y Deraine, nos damos cuenta que no podían haber sido pinatadas sino por él. Son una moderna y muy personal continuación de la venerable tradición de los bodegones mexicanos”. Así la cita, como otro verdadero solitario, me dejé hipnotizar por todos los paisajes de Colima y cumpliendo un fervor ya muy parecido a una deuda viajé a Cuyutlán, para ver el mar mal llamado Pacífico. Así como sólo Michel pudo haber pintado el sabor de la yaca o el enigma de un vaso de tierra líquida llamada tejuino, así alguien debería congelar en un frasco a la estación de trenes de Cuyutlán, que parece de Aracataca y, por ende, de sueño. Luego, alguien debería vender en formato de bolsillo el encanto descascarado, las calladas paredes y el olor a felicidad que transpiran las palapas a la vera del mar. Es el paisaje que vieron mis abuelos en su luna de miel y por lo mismo el único paisaje que garantiza para siempre la unión de toda pareja.
Vine a Colima para hablar de novelas y me parece que todos los días, con sus ardientes atardeceres, no fueron más que un compendio de páginas para leerse a paso lento. Me sorprende el elevado nivel académico y las envidiables instalaciones de la Universidad de Colima, pero más me sorprende el entusiasmo y distinguida calidad literaria de los escritores con los que pude convivir. Más sorprendente aún es el encomiable esfuerzo que realiza la Secretaría de Cultura, encabezada por Rubén Pérez Anguiano y apuntalada por una ejemplar legión de entusiastas colaboradores y proyectos. Durante todo el mes de abril se honra en Colima al libro y a la lectura como, creo, no se hace en ningún otro estado de México: voluntarios de sonrisa abierta ofrecen en los semáforos de todas las ciudades el regalo de unas calcomanías que cubren el cristal trasero de los coches con citas y poemas de escritores célebres; voluntarios debidamente hidratados visitan casas particulares en todas las villas, pueblos y ciudades de Colima, ofreciéndose para leer durante unos minutos algún relato en voz alta; se regalan libros a granel (sin apoyo ni altruismo de ninguna de las instituciones acartonadas del gobierno federal) y se montan espectáculos teatrales, de danza, de libros y de lecturas, además del maravilloso ejercicio de recorrer todas las plazas con cuentacuentos que, una vez contagiada la imaginación de su público infantil, pasan a ofrecerles pinturas y pinceles para la elaboración de murales (doce metros de papel blanco, veinte botes de pintura, cincuenta pinceles… lo demás, no tiene precio).
Vine a Colima para estar cerca de un volcán en intensa actividad y pasar hipnotzado por la llamada Zona Mágica, un imán invisible que causa el trampantojo de aparentar que los vehículos, coches apagados o carretas sin caballo suben una pendiente sin impulso de ningún tipo. Vine a Colima para confirmar que la Antigua Hacienda de Nogueras es en realidad un sueño ya imaginado, un solaz anhelado, rodeado de filas interminables de tamarindos, limones y caballos de envidiable vanidad en sus crines. Vine para oír silencio, compartir murmullos, exprimir todo el tiempo en el mismo tiempo que pasa desapercibido entre las prisas de la Ciudad de México; vine para recordar que el final del Quijote de Cervantes es en realidad no más que su principio, que las novelas son placeres compartidos, que lo que importa en la vida del escritor es el difícil milagro de escribir, escribir incluso cuando no se escribe; escribir al contagiarse de la sonrisa ajena, al probar colores insólitos y pasear plazas pajareadas, calles al óleo, piedras milenarias; escribir ante el espectáculo de unos perros que parecen estar bailando o redactar en silencio el mismo atardecer que vieron abrazados unos jóvenes enamorados sin saber hace un siglo que en ese preciso instante se convertían en bisabuelos.
Vine a Colima y encontré más que Comala, la Ola Verde que viene de Oriente, el sabor de cinco frutas condensadas en la pegajosa piel de la yaca, la sonrisa grupal de quienes leen y escriben no por obligación sino por placer. Vine a Colima para comparar climas que varían en pocos kilómetros y leer poemas en los camiones y automóviles que transitan como literatura móvil. Vine a Colima para confirmar que habiéndome ido, en realidad sigo allí
... para confirmar que la Comala de Rulfo sólo se encuentra en su novela Pedro Páramo o, si acaso, en el umbral del Infierno...
Vine a Colima porque me dijeron que aquí encontraría Comala, la de Juan Rulfo. En realidad, vine a Colima para confirmar que la Comala de Rulfo sólo se encuentra en su novela Pedro Páramo, o si acaso, en el umbral del Infierno; la Comala de Colima es otra cosa, aunque se festeje como mítico páramo de Rulfo, aunque tenga en su plaza una banca donde está sentado por los siglos de los siglos Juan Rulfo en bronce y aunque cada empedrado de sus encantadoras calles parezcan párrafos de un pueblo soñado. Mejor corrijo: vine a Colima para hablar de novelas, acercarme al final de una vigésima lectura del Quijote de Cervantes y llevarme varias sorpresas.
Nunca había estado en una ciudad cuyos jardines y plazas cuentan con red inalámbrica de internet. Entre frondosas palmeras, groseras bugambilias, descaradas jacarandas y flores de casi todos los colores, Colima puede presumir de cientos de jóvenes, computadoras en ristre, conectados al mundo desde la abierta intimidad de una banca anónima en un parque. También es de presumirse que en Colima queda subrayada y patente la amabilidad y cortesía de las personas, precisamente por la grosería vegetal con la que parecen abrumarnos todos los sabores de sus raras frutas y todos los colores de sus casas parejas. Aquí no hay edificios pretenciosos ni parece haber vanidosas intenciones de atrofiar el paisaje urbano con estructuras horribles; al contrario, valga un paseo por la Pinacoteca para confirmar el buen sentido arquitectónico de acondicionar viejas casonas en beneficio del estar.
De la Pinacoteca de Colima sólo me concentro en celebrar el descubrimiento de Alfonso Michel, un pintor que Octavio Paz definió como “Un verdadero solitario… todavía en espera de ser reconocido. Nos dejó algunas naturalezas muertas que rivalizan con las de Tamayo. Aunque encontremos en ellas huellas de Cèzanne y Deraine, nos damos cuenta que no podían haber sido pinatadas sino por él. Son una moderna y muy personal continuación de la venerable tradición de los bodegones mexicanos”. Así la cita, como otro verdadero solitario, me dejé hipnotizar por todos los paisajes de Colima y cumpliendo un fervor ya muy parecido a una deuda viajé a Cuyutlán, para ver el mar mal llamado Pacífico. Así como sólo Michel pudo haber pintado el sabor de la yaca o el enigma de un vaso de tierra líquida llamada tejuino, así alguien debería congelar en un frasco a la estación de trenes de Cuyutlán, que parece de Aracataca y, por ende, de sueño. Luego, alguien debería vender en formato de bolsillo el encanto descascarado, las calladas paredes y el olor a felicidad que transpiran las palapas a la vera del mar. Es el paisaje que vieron mis abuelos en su luna de miel y por lo mismo el único paisaje que garantiza para siempre la unión de toda pareja.
Vine a Colima para hablar de novelas y me parece que todos los días, con sus ardientes atardeceres, no fueron más que un compendio de páginas para leerse a paso lento. Me sorprende el elevado nivel académico y las envidiables instalaciones de la Universidad de Colima, pero más me sorprende el entusiasmo y distinguida calidad literaria de los escritores con los que pude convivir. Más sorprendente aún es el encomiable esfuerzo que realiza la Secretaría de Cultura, encabezada por Rubén Pérez Anguiano y apuntalada por una ejemplar legión de entusiastas colaboradores y proyectos. Durante todo el mes de abril se honra en Colima al libro y a la lectura como, creo, no se hace en ningún otro estado de México: voluntarios de sonrisa abierta ofrecen en los semáforos de todas las ciudades el regalo de unas calcomanías que cubren el cristal trasero de los coches con citas y poemas de escritores célebres; voluntarios debidamente hidratados visitan casas particulares en todas las villas, pueblos y ciudades de Colima, ofreciéndose para leer durante unos minutos algún relato en voz alta; se regalan libros a granel (sin apoyo ni altruismo de ninguna de las instituciones acartonadas del gobierno federal) y se montan espectáculos teatrales, de danza, de libros y de lecturas, además del maravilloso ejercicio de recorrer todas las plazas con cuentacuentos que, una vez contagiada la imaginación de su público infantil, pasan a ofrecerles pinturas y pinceles para la elaboración de murales (doce metros de papel blanco, veinte botes de pintura, cincuenta pinceles… lo demás, no tiene precio).
Vine a Colima para estar cerca de un volcán en intensa actividad y pasar hipnotzado por la llamada Zona Mágica, un imán invisible que causa el trampantojo de aparentar que los vehículos, coches apagados o carretas sin caballo suben una pendiente sin impulso de ningún tipo. Vine a Colima para confirmar que la Antigua Hacienda de Nogueras es en realidad un sueño ya imaginado, un solaz anhelado, rodeado de filas interminables de tamarindos, limones y caballos de envidiable vanidad en sus crines. Vine para oír silencio, compartir murmullos, exprimir todo el tiempo en el mismo tiempo que pasa desapercibido entre las prisas de la Ciudad de México; vine para recordar que el final del Quijote de Cervantes es en realidad no más que su principio, que las novelas son placeres compartidos, que lo que importa en la vida del escritor es el difícil milagro de escribir, escribir incluso cuando no se escribe; escribir al contagiarse de la sonrisa ajena, al probar colores insólitos y pasear plazas pajareadas, calles al óleo, piedras milenarias; escribir ante el espectáculo de unos perros que parecen estar bailando o redactar en silencio el mismo atardecer que vieron abrazados unos jóvenes enamorados sin saber hace un siglo que en ese preciso instante se convertían en bisabuelos.
Vine a Colima y encontré más que Comala, la Ola Verde que viene de Oriente, el sabor de cinco frutas condensadas en la pegajosa piel de la yaca, la sonrisa grupal de quienes leen y escriben no por obligación sino por placer. Vine a Colima para comparar climas que varían en pocos kilómetros y leer poemas en los camiones y automóviles que transitan como literatura móvil. Vine a Colima para confirmar que habiéndome ido, en realidad sigo allí
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